El sol se levantaba somnoliento y dorado en aquella mañana de noviembre. Las pinceladas celestes del cielo acompañaban con una armonía inigualable los pulcros y esponjosos blancos de las nubes. Yo caminaba por esa senda pedregosa, haciendo sonar mis pisadas contra las piedras, aspirando maravillada el perfume de las flores y el rocío. El silencio que me rodeaba le otorgaba aún más color al paisaje. Era ese silencio propio de una ciudad aún adormecida, cuando sentís que sos el único ser vivo que respira y soñás con castillos en el aire que en ese momento te parecen tan reales y posible como el suelo debajo de tus pies. Entonces fue cuando deseé que estuvieras conmigo, con tu cálida mano rodeando la mía, para contemplar esa increíble imagen y mirarme a los ojos durante un minuto de eternidad.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario